Capítulo 9

Los progres de Kabul

Son jóvenes que no quieren saber nada de guerra ni de talibanes y apuestan por el arte y la cultura

1 de octubre de 2019

Enviada especial a Kabul

La sala de cine Ikhanom, el jueves pasado en Kabul, antes del inicio de la proyección.

La sala de cine Ikhanom, el jueves pasado en Kabul, antes del inicio de la proyección.MÒNICA BERNABÉ

Mònica Bernabé

Son la generación Z de Afganistán. Aquellos que nacieron durante el régimen talibán o poco después de los atentados del 11-S en Estados Unidos. No quieren saber nada de yihadistas ni de guerras, les encanta la música y el arte, y están hartos de que en el extranjero sólo se identifique su país con el burka. Hay mucho más, aseguran. Ellos son un claro ejemplo. Son los progres de Kabul.

Qahar Ahmadi tiene 24 años y hace tatuajes. Es uno de los poquísimos profesionales en la capital afgana que se dedica a este arte. “Fui a Irán a aprender”, aclara. En Afganistán los tatuajes continúan siendo una rareza, al menos tal y como los entendemos en Occidente. Sí que hay mujeres, sobre todo de etnia pastún, que llevan tatuado un punto entre las cejas o en la barbilla. Pero ni por asomo se pueden ver en la calle personas con grandes dibujos estampados en la piel.

“Los hombres quieren tatuajes de animales. Por ejemplo, la cara de un lobo o un león”, explica Qahar. “También se suelen inscribir alguna frase poética”, añade. Normalmente, en el brazo. Algunos, pocos, en los dedos de las manos. Sea como sea, suelen ser tatuajes que difícilmente se ven. En Afganistán hombres y mujeres siempre visten manga larga, aunque sea verano y el calor sea asfixiante. Ellos a veces se arremangan. Ellas, nunca si no están en casa.

Qahar Ahmadi hace un tatuaje a un joven en Kabul.

Qahar Ahmadi hace un tatuaje a un joven en Kabul.M.B.

“Sé que a los talibán no les gusta los dibujos”, comenta el joven. Las ilustraciones y fotografías de animales y personas fueron prohibidas durante su régimen, entre 1996 y 2001. “Si vuelven al poder, no me quedará otro remedio que dedicarme a otra cosa”, admite. Y posiblemente también tandrá que vestir de otra manera. Va al último grito. Lleva unos tejanos con rotos en las rodillas, una camiseta y una cadena de plata colgada del cuello.

Un cine donde hombres y mujeres pueden sentarse juntos

Shahim Nadery tiene 21 años y estudia informática en la Universidad Americana de Kabul. Él no viste tan a la moda como Qahar, pero pasa su tiempo libre en el centro cultural Box City [Ciudad en una caja], en el barrio de Pole Sokhta de Kabul, que como su nombre indica es casi como una ciudad en miniatura. Hay una cafetería, un restaurante, una librería y una galería de arte, se hacen clases de música y dibujo, y hace tan sólo dos meses también abrió una pequeña sala de cine, Ikhanom Cinema, donde hombres y mujeres pueden sentarse uno al lado de otro a oscuras para ver una película. Toda una revolución en Afganistán.

“Como Estados Unidos estaba negociando un acuerdo de paz con los talibán, decidimos que teníamos que hacer algo para defender nuestra cultura”, comenta Shahim. Los yihadistas también prohibieron el cine y la música mientras estuvieron en el poder. La idea de abrir un centro cultural y una sala para proyectar películas fue de una joven directora de cine afgana, Diana Saqeb, aclara Shahim. “Ella ha estado en el extranjero. Vio que había centros culturales en otros países, y se copió la idea”, justifica.

Afganistán llegó a tener 37 cines y teatros en el pasado, 18 de ellos en Kabul. La gente iba en familia. Eran lugares de buena reputación. Pero toda esa oferta cultural se fue al garete con la guerra entre facciones islamistas a principio de los años noventa que arrasó la capital, y después el posterior régimen talibán.

Ikhanom Cinema ofrece en la actualidad cinco proyecciones a la semana, una de ellas sólo para mujeres y otra para familias en las que se muestran películas de animación. Los precios son súper populares: la entrada sólo vale 50 afganis, unos 50 céntimos de euro.

El jueves pasado estaba en cartelera la película ‘Hava, Maryam, Ayesha’, de la directora afgana Sahraa Karimi, que fue premiada en el último festival internacional de cine de Venecia. La sala de Ikhanom Cinema es minúscula, sólo caben unas 60 personas, pero se llenó. “Es la primera vez que vengo al cine”, decía entusiasmado Sameem, un joven de 28 años, expectante por lo que iba a ver, aunque no podía disimular una cierta preocupación: temía que un terrorista suicida accediera a la sala y se hiciera saltar por los aires durante la proyección.

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