Capítulo 7
Octubre 2019
Tel Nasri (Kurdistán sirio)
Un grupo de niños de Serekaniye en la iglesia de Tel Nasri.KARLOS ZURUTUZA
En la Escuela de Secundaria Abdul Kadir de Tel Tamer no hay ni agua, ni luz, ni nada que recuerde que aquí hubo vida hace no tanto. Sus alumnos desaparecieron el 9 de octubre, nada más lanzar Turquía su operación militar en tierra kurda de Siria. Hoy hay cabras que pastan entre la basura del patio; también sillas y pupitres que se apilan en los pasillos, como si alguien les fuera a dar fuego. Había que hacer sitio a cincuenta familias llegadas desde Serekaniye.
La peste que emana de los antiguos baños de la escuela es insoportable. Hazane se tapa la nariz mientras cuenta que tiene siete hijos, y que llegó a tener cien ovejas, veinte cabras y una casa con muebles comprados en Turquía.
«No queda nada, se lo han llevado todo en camiones», resume desde un aula en la que la ropa de los críos se seca sobre un amasijo de pupitres. Lo sabe porque se lo ha dicho por teléfono su vecino, un árabe que decidió quedarse. «La guerra es solo contra los kurdos», subraya. Hazane huyó de Serekaniye el mismo día 9; otros como Hassan lo hicieron incluso antes de que empezaran a caer las primeras bombas. Dos días antes le enviaron un SMS: «Infieles: estamos de camino. Cuando lleguemos os cortaremos la cabeza a todos».
Emergencia
La situación de los más de 200.000 desplazados (cifras de la ONU) tras el ataque turco se ve agravada por la falta de algo tan básico como el agua: la primera bomba cayó en la planta de tratamiento, dejando a los de Serekaniye así como al resto de los que dependían de ella sin agua potable. Son medio millón de personas según la Media Luna Roja kurda. A la entrada del hospital de Tel Tamer, el doctor Hassan quiere dejar las cosas claras antes de responder a preguntas. «He perdido toda la confianza en América, en Europa, en los periodistas y en la gente en general», dice este terapeuta formado en Moldavia. Luego continúa. «Las ONGs extranjeras han salido corriendo y dependemos únicamente de nosotros mismos». Tiene razón. El sorpresivo despliegue en la zona del Ejército sirio la semana pasada provocó una estampida de cooperantes que temían acabar dando con sus huesos en una cárcel de Damasco al carecer de un visado sirio oficial en su pasaporte. Por el momento son únicamente un puñado de ONGs locales las que intentan hacer frente a la emergencia. Desde su sede en la ciudad, Hassan Bashir, coordinador, apunta a «una emergencia cuyas dimensiones aún desconocemos».
«Llegan en masa desde Serekaniye, pero también desde prácticamente todos los pueblos y aldeas de la región. Por el momento estamos aguantando pero tengo la sensación de que pronto se nos escapará de las manos», dice el voluntario, a escasos metros de donde se reparte pan. Hay dos filas, una para hombres y otra para mujeres. Izmail dice que llegó hace 8 días desde Safha, una aldea cercana a Serekaniye, pero que los «mercenarios turcos» no les dejaron otra opción más que huir. Hashim solo ha comido arroz y pan durante los últimos días. Aysha es de Serekaniye pero se trasladó con su familia a la aldea de Sisha. Solo permanece ahí de día porque los ataques se encadenan cada noche. Dice que duerme en la calle. Luego enfila hacia casa, o lo que sea, con las manos vacías; Tel Tamer es uno de esos escenarios de las guerras de hoy en los que hay wifi gratuito en cada barrio pero faltan el pan y el agua. Tres horas de cola para nada.
Sangre seca
La pequeña Tel Tamer -7000 habitantes antes de la guerra- está desbordada por lo que el cauce humano se deriva a las aldeas limítrofes. Son lugares como Tel Nasri, un antiguo pueblo cristiano siriaco que perdió a su población a manos del EI. «El califato permanecerá», se puede leer aún pintado con un espray en la persiana de una antigua tienda de comestibles. La pesadilla continúa.
«Hoy a las tres de la mañana nos han atacado desde esa aldea ahí enfrente. De no ser por los chicos del FDS (el combinado militar kurdo-árabe) no estaríamos ahora aquí», dice Ismail, señalando a un conglomerado de casas de adobe a poco más de un kilómetro. Este hombre de 46 años es el padre de familia de una de las 30 de Serekaniye hoy en Tel Nasri. La casa que ocupa estaba destinada a acoger una hermosa fuente en su patio interior, pero todo quedó a medio hacer. Los sacos de cemento aún apilados a la entrada también dan fe de ello, o que estos estén salpicados de sangre seca.
Paseamos por la aldea en un grupo que va sumando miembros. Aparte respirar, no hay mucho más que hacer en Tel Nasri. La inercia acaba arrastrándonos a todos hasta las dos iglesias a la entrada del pueblo. La primera es un edificio rectangular y anodino excepto por un hermoso fresco en el altar: la misma cascada en un valle de montaña representada cuatro veces, una por cada estación del año. Alguien vació varios cargadores sobre ella, pero aún se aprecia la intención del artista. Justo al lado, se levanta la que una vez fue la iglesia caldea de la Virgen María, un templo de más de 80 años rematado por dos rotundas cúpulas. Probablemente los islamistas necesitaron cientos de kilos de explosivos para arrancarle el ábside y darle ese aspecto de un pecio que perdió la popa y parte del puente tras ser torpedeado. Ocurrió durante el domingo de Pascua de 2015.
«Este tuvo que ser un pueblo precioso», dice alguien desde el mar de escombros. Todos miran hacia el techo abovedado. Solo el anuncio por megafonía de que acaban de llegar bolsas de comida a Tel Nasri saca a los náufragos de su ensoñación.