La Jungla de Samos, una favela de parias del mundo peor que Moria

Enviados especiales a Samos, Grecia

La Jungla de Samos, una favela de parias del mundo peor que Moria

Texto: Cristina Mas
Fotos: Xavier Bertral

Dia (luz, en árabe) nació hace dos semanas en la isla griega de Samos, donde su madre llegó en patera el año pasado huyendo de la guerra de Siria. Duerme en una hamaquita, dentro de una barraca hecha de madera y plásticos, protegida por una mosquitera y unos calcetines que le tapan las manos. En sus pocos días de vida, la pequeña ya ha probado el infierno de Samos: la primera noche que pasó en el campamento una rata le mordió la cabeza. Cuando su madre, Mariam Ali, le aparta el pelo con delicadeza para enseñarnos la herida, Dia arranca a llorar. Solo se calma cuando la coge en brazos y le da el pecho. Mama con avidez. La madre aún no se ha repuesto del susto: “No me separo nunca de ella, pero me quedé dormida. La niña gritó y vi como la rata saltaba y salía por un agujero de la tienda”. A la mañana siguiente, un médico voluntario le curó la herida. “No pedimos nada, solo un lugar seguro para nuestros hijos” – dice esta ama de casa de 33 años, esforzándose por contener las lágrimas. “Hace diez meses que estamos atrapados en esta isla y ya no puedo más. Estoy muy cansada".

Mariam con su hija de 14 días, fotografiada en su barraca.

Mariam con su hija de 14 días, fotografiada en su barraca.

Los refugiados llaman a este lugar la Jungla. Una jungla llena de basura. Para beber y limpiar hay que traer el agua en garrafas desde unos depósitos que ha montado Médicos Sin Fronteras. Algunas zonas del campamento tienen electricidad, solo de noche, pero otras no. En algunos lugares hay baños químicos; en otros, letrinas. Las aguas residuales corren montaña abajo formando arroyos malolientes, y hay ratas vivas y muertas por todas partes. Muchos niños tienen costras alrededor de la boca: es impétigo, una bacteria que causa infecciones en la piel. Las ratas no son el único peligro: a Amina, una niña de tres años y medio, la picó un escorpión hace unos días. En plena noche, su padre solo pudo hacerle un torniquete y chuparle el veneno. "No queremos ni dinero ni ayudas... solo queremos que nos dejen irnos de aquí", dice el hombre. Llegaron a Samos en enero, huyendo de los bombardeos de la aviación de Bachar el Asad, Rusia e Irán. Aunque les han concedido asilo, no pueden irse de la isla por las restricciones que las autoridades griegas han impuesto en el campo de refugiados a causa de la pandemia.

La vida en el campo se desarrolla en torno a tareas como ir a buscar agua a los pocos puntos de suministro disponibles.

La vida en el campo se desarrolla en torno a tareas como ir a buscar agua a los pocos puntos de suministro disponibles.

Cola con distancia de seguridad para recibir la atención de médicos voluntarios de una ONG fuera de la instalación oficial del campo.

Cola con distancia de seguridad para recibir la atención de médicos voluntarios de una ONG fuera de la instalación oficial del campo.

Samos es la isla griega más cercana a Turquía y uno de los puntos de llegada a Europa de las pateras cargadas de gente de todo el mundo que huye de la guerra, la persecución o la miseria. En 2016 el gobierno griego construyó un centro de identificación con capacidad para 648 personas, que pronto quedó pequeño. Cuando el campo se llenó, las autoridades griegas se limitaron a registrar a los recién llegados y darles materiales para que montaran tiendas de campaña alrededor de las instalaciones, en medio de la montaña. Con el tiempo, las barracas hechas de madera y plásticos se han ido apilando las unas junto a las otras sobre las laderas empinadas, y sus habitantes han construido caminos, aceras, escaleras, desagües, letrinas y hornos de leña. Es como una favela que ya forma parte del paisaje urbano de Vathy, la capital de la isla. La ciudad tiene una población de 6.500 personas, y en febrero en la Jungla malvivían más de seis mil hombres y mujeres y unos dos mil niños. Poco a poco, el gobierno ha trasladado a la Grecia continental a los refugiados a los que ha concedido asilo.

La Jungla se puede ver desde varios puntos de la capital.

La Jungla se puede ver desde varios puntos de la capital.

La isla de Lesbos ha recibido más atención mediática, pero no es la única del Egeo donde hay personas atrapadas (21.400 según los datos oficiales de esta semana). Desde que Grecia y la Unión Europea firmaron en 2016 un acuerdo con Turquía para que blindara la frontera europea a cambio de 6.000 millones de euros y tragarse todas las vulneraciones de derechos del gobierno de Recep Tayyip Erdogan, las islas griegas se han convertido en un purgatorio donde familias enteras esperan durante meses o años que sus solicitudes de asilo avancen en una burocracia colapsada y que muchas veces termina negándoles protección internacional con el argumento de que Turquía es un "país seguro".

La familia Bozou, de origen kurdo-sirio, delante de su barraca.

La familia Bozou, de origen kurdo-sirio, delante de su barraca.

La precariedad de las barracas contrasta con las casas de Vathy, la capital, en el fondo de la imagen.

La precariedad de las barracas contrasta con las casas de Vathy, la capital, en el fondo de la imagen.

La gente ha intentado convertir sus chozas en un espacio lo más parecido posible a una casa, y sobre todo las familias con niños se esfuerzan por tener todo limpio. Los hay incluso que han hecho jardineras en el suelo con piedras, maderas y macetas para dar un poco de dignidad a su entorno. Fahad Bozou es un albañil de Qamishli, la capital del Kurdistán sirio, que se ha dedicado a allanar un pedazo de tierra en la montaña para que su mujer y sus cuatro hijos tengan un poco de espacio. En un lado de este patio, Ranim, la hija mayor, friega los platos del desayuno con una palangana y un bidón de agua colgado de un palo. Algunos han conseguido colocar puertas de madera en la entrada de la barraca, que cierran con un candado para tener una mínima seguridad dentro de este infierno al que los han condenado las políticas europeas de blindaje de fronteras. A otros, como un grupo de once jóvenes de Ghana que viajan solos, les basta con unas viejas tiendas tipo iglú que han plantado sobre unos palés para esquivar la humedad y las ratas.   

Una bandeja de comida repartida el día del reportaje, donde se ve claramente la fecha de caducidad de dos semanas antes.

Una bandeja de comida repartida el día del reportaje, donde se ve claramente la fecha de caducidad de dos semanas antes.

Una silla reutilizada y 'cosida' en casa de una familia de Afganistán. Las sillas son uno de los objetos más preciados en el campamento.

Una silla reutilizada y 'cosida' en casa de una familia de Afganistán. Las sillas son uno de los objetos más preciados en el campamento.

Unos hombres salen con un tirachinas a matar ratas.

Unos hombres salen con un tirachinas a matar ratas.

Un hombre de Ghana lleva agua a la cocina que comparte con media docena de compatriotas para hacer la comida del día.

Un hombre de Ghana lleva agua a la cocina que comparte con media docena de compatriotas para hacer la comida del día.

La vida en el campo se reduce a la supervivencia, a la espera de que desde la megafonía del centro de registro -un bloque de contenedores rodeado de vallas y alambre de espino al que no se permite acceder a la prensa- los llamen para hacer algún trámite. También es allí donde cada día, a las ocho de la mañana y al mediodía, hay que hacer horas de cola para recoger una botella de agua y comida. En el menú de hoy hay arroz con pollo, que se reparte en bandejas individuales de plástico: la fecha de caducidad es de la semana pasada. Los que tienen niños aseguran que los pequeños enferman si comen lo que les dan en el campo: "Solo se puede aprovechar el pan, y a veces tiene moho", explica Hussain Hussain, un palestino del sur de Damasco que llegó a Samos hace nueve meses con sus cinco hijas, que tienen entre tres y diecisiete años. Tuvieron que pagar siete mil dólares a unos traficantes para subir a la patera que les llevó a la isla, y no lo consiguieron hasta el cuarto intento: las tres primeras veces los guardacostas turcos los interceptaron en el mar.

Semiconfinados por la pandemia

Por si la vida de los refugiados en Samos fuera poco complicada, solo faltaba la pandemia del covid-19. Las autoridades han ordenado un semiconfinamiento del campo: los refugiados solo pueden salir para comprar comida en las tiendas de comestibles del pueblo. La vigilancia policial se ha reforzado tras el incendio que arrasó el campo de refugiados de Moria, en la isla de Lesbos, y que las autoridades atribuyen a una acción deliberada de los refugiados para lograr escapar del confinamiento y las penosas condiciones de vida. En Samos ha habido también dos incendios: uno en un bosque cercano al campamento y el otro en la zona de menores no acompañados.

El campo está lleno de ratas.

El campo está lleno de ratas.

Los refugiados han plantado flores para dignificar el entorno.

Los refugiados han plantado flores para dignificar el entorno.

La ducha de una de las barracas.

La ducha de una de las barracas.

Una pequeña barbería, construida con maderas y plástico.

Una pequeña barbería, construida con maderas y plástico.

Con el cierre se acabaron los pocos servicios, como la lavandería o la biblioteca, que gestiona Samos Volunteers, y la mayoría de voluntarios ha desaparecido de la isla. "No hay una voluntad política de colaboración por parte de las autoridades griegas: nosotros llevamos un equipo para ayudar a controlar la pandemia en el campo, pero lo rechazaron", lamenta Jonathan Vigneron, responsable de Médicos Sin Fronteras. De hecho, se ha querido convertir la pandemia en un problema propio de los refugiados: la gente del campo está obligada a someterse intensivamente a pruebas que no se hacen ni a los isleños ni a los turistas que visitan Samos. El coronavirus es un nuevo argumento para la segregación y la estigmatización de los más débiles.

La suciedad se acumula en el perímetro de la zona oficial del campo.

La suciedad se acumula en el perímetro de la zona oficial del campo.

Un hombre kurdo hace la comida mientras por megafonía se advierte que está prohibido hacer fuegos en el campo.

Un hombre kurdo hace la comida mientras por megafonía se advierte que está prohibido hacer fuegos en el campo.

Un equipo de MedEqualityTeam visita pacientes.

Un equipo de MedEqualityTeam visita pacientes.

La policía permite a los refugiados salir del campo de 8 h a 20 h para ir a la lavandería o a comprar.

La policía permite a los refugiados salir del campo de 8 h a 20 h para ir a la lavandería o a comprar.

LOS PARIAS DE TODAS LAS GUERRAS

La Jungla es un vertedero donde ha ido a parar gente expulsada por la violencia política y económica de un mundo en llamas. La gente se organiza por comunidades: en una zona los sirios y los palestinos, en otra los afganos, y más abajo los subsaharianos. Un ecosistema de supervivientes que se fueron de su casa hace meses o años y que sueñan con poder volver a empezar en alguna parte, algún día. En cada barraca, una historia.

Gily Roger

Orfebre, 31 años, Camerún

Gily Roger a primera hora de la mañana junto a su tienda de campaña reforzada con plásticos y maderas.

Gily Roger a primera hora de la mañana junto a su tienda de campaña reforzada con plásticos y maderas.

“Soy homosexual, y eso en mi país es un delito que se paga con condenas de entre tres y diez años de prisión. Es algo que no está aceptado. Vivía siempre con el miedo en el cuerpo: miedo de la policía, miedo de la gente. Todo el mundo te persigue y tienes que estar escondiéndote siempre. Cargas con un estigma que te complica mucho la vida. Si quería ser yo mismo, tenía que irme de allí. Vendí todo lo que tenía para pagarme un vuelo a Turquía. Allí pasé ocho meses trabajando en un taller de candelabros, sin papeles, para ganar dinero y encontrar la manera de llegar a Europa. Llegué a Samos el 6 de septiembre de 2019. He explicado a las autoridades mi historia y estoy pendiente de que me concedan el asilo: confío en que me crean porque no tengo ningún papel que demuestre lo que he sufrido. Aquí la vida también es complicada y también sufro acoso, porque no respetan a la gente como yo: un árabe me pegó solo por ser lo que soy. Pero he conseguido imponerme y ahora ya no me molestan”.

Shabrak

Informático, 21 años, Ghana

Shabrak con dos compañeros con los que vive.

Shabrak con dos compañeros con los que vive.

“Tuve que marcharme porque en mi país no hay futuro para mí: soy casi ciego pero puedo trabajar muy bien. Llegué a Samos el 16 de agosto de 2019 en una patera con 70 personas. Me han denegado dos veces el asilo y no puedo salir de aquí: estoy atrapado en esta isla y no puedo volver a casa porque no sé qué me pasaría. De vez en cuando hablo con mis hermanos por Facebook, pero no les cuento mi situación porque no quiero que se preocupen. Siempre cuelgo fotos cuando bajo a la ciudad para que no vean la miseria en la que vivimos aquí, mucho peor que en nuestra casa”.

Monine Alexi

Ama de casa, 38 años, Haití

Monine Alexi en la puerta de su choza, donde duerme su hija de 18 años.

Monine Alexi en la puerta de su choza, donde duerme su hija de 18 años.

“Unos pandilleros vinieron a mi casa y mataron a mi hermano. Decían que les debía dinero. Mi hija y yo nos escondimos y dijeron que volverían a por nosotras. Huimos a Santo Domingo y allí cogimos un vuelo a Estambul con escala en Madrid. Estoy sola con mi hija, que tiene 18 años, y tengo mucho miedo por las dos. Este lugar es muy peligroso para las mujeres. Nos pasamos todo el día encerradas en la barraca y no osamos salir por la noche, aunque sea para ir al baño. Hay muchas violaciones. Y también me da miedo ponerme enferma o que me pase algo malo y mi hija se quede sola”.

Hassan i Fàtima Housseini

Campesinos, 38 y 35 años, Afganistán

Hassan y Fátima Housseini, provenientes de Afganistán, con su hijo pequeño.

Hassan y Fátima Housseini, provenientes de Afganistán, con su hijo pequeño.

“Hace un año y medio que tuvimos que dejar nuestra granja para huir de los ataques de los talibanes. No es fácil cruzar las montañas con dos niños de cinco y ocho años: los soldados turcos te disparan en la frontera con Irán y vimos gente que se cayó por los barrancos en medio de la nieve. Hacía mucho frío. Y luego la patera: el mar da mucho miedo. Después de todo esto esperábamos que en Europa nos acogiesen, pero no nos dejan avanzar. Aquí pasan días y días y nos sentimos impotentes.”

Saleh Ahmad

Sastre, 28 años, Siria

Saleh Ahmad (izquierda) con otros compañeros kurdos ante una bandera del Kurdistán que decora el lateral de su barraca.

Saleh Ahmad (izquierda) con otros compañeros kurdos ante una bandera del Kurdistán que decora el lateral de su barraca.

"Nos fuimos de Kobane hace un año: el ejército turco ocupó la ciudad y nos trataban como perros. Para ellos los kurdos somos todos terroristas y venían a matarnos. Bachar el Asad y Erdogan quieren acabar con los kurdos, por eso necesitamos un país independiente. No nos podíamos quedar en Turquía y por eso vinimos a Europa, pero lo que queremos es poder volver un día a casa. Los sirios están ahora repartidos por todo el mundo y en cambio a nosotros Grecia nos ha negado dos veces el asilo: dicen que Turquía es un país seguro, pero no lo es para los kurdos. Si nos deportan allí nos matarán. Lo sabe todo el mundo, pero parece que a los gobiernos europeos no les interesa ayudarnos. ¿Dónde quedan los derechos humanos?"

Son historias personales como estas las que hacen que desde Médicos Sin Fronteras alerten que el principal problema médico del campo es la salud mental, porque al trauma de lo que estas personas han sufrido en el país de origen se suma la desesperación por las precarias condiciones de vida, la eternización de la espera y la incertidumbre de no saber si algún día podrán salir de la isla o serán devueltos a Turquía.

SER MADRE EN LA JUNGLA

Sobrevivir en el campo de Samos es difícil para los adultos, y más si se tienen que hacer cargo de sus hijos, a los que intentan proteger de todos los peligros. El peso de la carga recae sobre todo en las mujeres: cocinar, lavar la ropa, limpiar la barraca... Ellas apenas salen de la Jungla. Son los hombres los que se encargan de la compra en la ciudad, por lo que la imagen que tiene la población local es la de hombres solos circulando por las calles y no la de niños y mujeres, que siempre están ajetreadas. Esto se ha acentuado aún más con el confinamiento.

Saleh y Zakia, de Idlib, con sus tres hijos.

Saleh y Zakia, de Idlib, con sus tres hijos.

Hay mujeres que están solas con sus niños, como Rahua Také, una mujer de 20 años que huyó de Eritrea para escapar del servicio militar, que allí tiene una duración indefinida. Su odisea la llevó a Arabia Saudí, donde trabajó de empleada doméstica bajo el sistema de la Kafala, que convierte a los trabajadores prácticamente en esclavos de los saudíes que los emplean. Llegó a la isla embarazada y aquí ha nacido su hijo, que ahora tiene seis meses. Un niño de piel clara que lleva atado a la espalda con un pañuelo. "Trabajaba para una familia de diez personas y no podía descansar nunca. Me cogieron el pasaporte y no podía marcharme de allí ", relata. Pero no tiene ánimo para contar toda la historia y esquiva la mirada cuando le preguntamos quién es el padre de su hijo, al que acaricia. Le da vergüenza salir en las fotografías. Está sola en una barraca cubierta de plásticos azules, pero dice que sus vecinos la ayudan: Ahmad, un palestino que vive justo al lado, una familia eritrea más arriba y unos chicos fornidos de Kobane que han colgado una gran bandera kurda en la entrada de su casa se ocupan de que no le pase nada. También hay solidaridad entre los más pobres.

Rahua Také, que pide no ser fotografiada, con su bebé.

Rahua Také, que pide no ser fotografiada, con su bebé.

Kamar es una mujer siria que huyó con su marido y su hijo Mustafá, de tres años. El niño juega a baloncesto en una cesta que han colgado en la estancia más grande de la barraca: en la parte trasera han montado una estufa de leña que hace de cocina y los calienta en invierno ("Sabemos que es peligroso hacer fuego dentro de la tienda, pero cuando hace demasiado frío no tienes elección", dice) y una pequeña ducha con un bidón y una piedra en el suelo. En un estante de madera está la ropa del pequeño, limpia y doblada con cuidado. "Cuando sea mayor le contaré todo: que salimos de Siria por la noche cruzando la frontera por la montaña mientras los soldados turcos nos disparaban, que sobrevivimos a la patera y que vivimos en una barraca. Debe saber que pudimos superar todo esto: así será más fuerte", dice con una sonrisa. La familia intenta llegar a Suecia, donde vive la hermana de ella, que se fue de Siria en 2015 antes de que las fronteras de Europa se cerraran para los refugiados. También a ellos Grecia les ha denegado el asilo alegando que Turquía es un "lugar seguro". Ahora los gobiernos europeos niegan la protección incluso a los refugiados de guerra. La convención de Ginebra, de 1949, parece ya papel mojado en la Europa del siglo XXI.

Kamar, con su marido Mohammed y el pequeño Mustafá, se han hecho un pequeño cobertizo con vistas a la ciudad y al mar.

Kamar, con su marido Mohammed y el pequeño Mustafá, se han hecho un pequeño cobertizo con vistas a la ciudad y al mar.

Pero la vida no se detiene ni en las condiciones más miserables. Afaf Bubi, una kurda de Siria, acaricia a Maria, que nació hace un mes en Samos. "No es que buscara tener un hijo aquí, pero un bebé siempre es una bendición". Es como si todas las desgracias se quedaran en la puerta de su choza de madera. Todo está limpio y todo son sonrisas. La hermana mayor se acerca a jugar con la criatura, que tiene los ojos muy abiertos y apenas comienza a fijar la mirada y sonreír cuando le hablan. La mujer habla con serenidad: "Cuando me quedé embarazada pensaba que antes de que naciera ya nos habrían dejado irnos de aquí, pero ahora nos preparamos para otro invierno. Calentaremos agua y la lavaremos con una palangana dentro de la tienda. Me fui de Siria para que mis hijos pudieran tener un futuro e ir a la escuela: ahora tenemos un motivo más para seguir adelante. No sé si cuando sean mayores querrán volver a Siria, pero a mí ya no me queda nada. Solo quiero llegar a un lugar seguro y que ellos no tengan que irse de su casa como tuvimos que hacer nosotros”.

Afaf Bubi posa con su familia y Maria, de un mes, en su barraca, donde han metido una tienda dentro de la construcción de madera.

Afaf Bubi posa con su familia y Maria, de un mes, en su barraca, donde han metido una tienda dentro de la construcción de madera.

Rebecca Marcussen es una comadrona que en los últimos años ha trabajado en las peores guerras del mundo: Yemen, Siria, Irak... Dice que Samos ha sido uno de los destinos más difíciles. "No te esperas encontrar esto en Europa. Aquí la gente no tiene nada. Si traer un hijo al mundo es una de las experiencias más duras para cualquier mujer, hacerlo en estas condiciones es terrorífico". También atienden a mujeres agredidas sexualmente: "Es muy duro ver cómo la misma persona viene a curarse a la clínica una vez tras otra", denuncia.

Ahora casi no llegan pateras a las islas del Egeo, pero los estados de Europa siguen obsesionados con el control de fronteras. El ruido del populismo y la deriva policial erigen muros cada vez más altos, muros en los que a los críos de pocos días les muerden las ratas.

Welcome to Europe. 

Welcome to Europe. 

Traducción de Leandro Español Lyons

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