Enviados especiales a Samos, Grecia
En lo alto de una montaña en medio de la nada, en una isla remota, Grecia y la Unión Europea están construyendo una auténtica prisión para refugiados, que responde al nuevo modelo de blindaje de fronteras. El objetivo es llevar a los hombres, mujeres y niños que llegan en patera desde Turquía a un lugar donde nadie los pueda ver. Lejos de la población local, lejos de las cámaras, lejos de todo, se está erigiendo la nueva arquitectura de la política de “contención”. Son campos de contención de refugiados en las islas del Egeo para la Europa fortaleza.
La más avanzada de estas nuevas estructuras se encuentra en la isla griega de Samos, la más cercana a Turquía. Actualmente unos 4.500 refugiados malviven en chabolas dentro y fuera del actual centro de recepción e identificación (diseñado para acoger a 648 personas) de Vathy, la capital de la isla, que tiene unos 6.500 habitantes. La tensión con la población local es palpable y el año pasado el gobierno griego y la UE comenzaron la construcción del nuevo centro, situado en la zona de Zebrou, a seis kilómetros del pueblo más cercano. Según detalló en una visita a la isla este verano el ministro griego de Inmigración, Notis Mitarachi, cuando entre en funcionamiento a finales de este año los refugiados podrán salir del centro de día identificándose con unos brazaletes electrónicos. Sin embargo, no tendrán dónde ir. De noche las puertas estarán cerradas. La Comisión Europea ha dado al gobierno griego 130 millones de euros para construir este y otros centros previstos en las islas de Lesbos, Leros y Quíos.
Una doble valla de seis metros de altura coronada con alambre de espino rodea todo el recinto, de unas 200 hectáreas: es una superficie equivalente a doscientos campos de fútbol para encerrar a familias enteras. En una pequeña parte hay barracones con capacidad para 2.100 personas, aunque el terreno está preparado para colocar a muchas más. Según ha ido informando la prensa local, las instalaciones cuentan con un espacio para las familias monoparentales, un centro de pre-deportación (el acuerdo de la UE con Turquía de 2016 prevé devolver a los migrantes que entren ilegalmente en Grecia), instalaciones médicas e incluso una escuela. Causa horror ver en un extremo del campo un parque infantil con columpios y un tobogán, rodeado de vallas y alambres de espino.
La idea de los centros “cerrados” forma parte de la nueva estrategia de fortificación de las fronteras de Europa: en las islas griegas los migrantes esperan semanas y años a que se tramiten sus peticiones de asilo y el problema se ha cronificado. En algunos momentos, los refugiados han llegado a superar en número a las poblaciones locales y la situación se ha degradado a medida que su estancia en las islas se eternizaba: lo que antes era una zona de paso ahora se ha convertido en un purgatorio. A principios de año había 40.000 refugiados en las islas del Egeo y, después de que el gobierno acelerara los traslados a la Grecia continental para calmar la situación, ahora quedan más de 23.000.
Los isleños y sus ayuntamientos exigen a Atenas que saque a los refugiados de las islas. El gobierno griego se resiste y la violencia con la que el estado actúa contra los refugiados es cada vez mayor. El plan de “contenerlos” en las islas, que va en la línea del nuevo plan de inmigración presentado por la Comisión Europea el mes pasado, responde a una premisa que se ha demostrado falsa: cuanto peor los tratemos en Europa, menos gente querrá venir. Omitido queda que los flujos se explican por las guerras, la persecución y la miseria que se vive en Siria, Afganistán, Mali o el Congo, y no por las condiciones de la acogida en Europa.
Ni los refugiados ni la población local quieren el nuevo centro de detención, por mucho que los barracones prefabricados sean más cómodos que las barracas donde viven ahora. “Esto es una cárcel. Vinimos buscando libertad y ahora quieren encarcelarnos”, lamenta Ahmad Ibrahim, un joven palestino que vivía en un campo de refugiados de Siria y llegó a Samos hace un año. Abdul Hussain, un barbero de Damasco, asegura que prefiere que lo devuelvan a Siria: “Quizás es mejor estar en nuestra casa sufriendo la guerra que quedarnos para siempre en ese lugar”. Es justamente lo que pretende la nueva política de Atenas y Bruselas: que la gente que huye de la guerra y la pobreza deje de ver Europa como un lugar seguro donde poder rehacer su vida.
El nuevo centro de detención está a unos kilómetros de la ciudad donde nació Pitágoras, un lugar que vive del turismo y donde la gente ve con recelo a los refugiados. “Todavía no sabemos si será un centro abierto o cerrado, pero vaya, está tan lejos que seguro que no veremos muchos refugiados por aquí” dice Alex Tambakologos, que trabaja en una agencia de alquiler de coches. El joven defiende que se envíe a los refugiados a islas deshabitadas “donde puedan vivir dignamente”. Antes de que se construyera el nuevo centro, aquí y en la ciudad vecina de Mitilene los vecinos se manifestaron en contra del proyecto. Políticos locales denuncian su coste y la adjudicación de las obras a empresas “amigas” de los conservadores de Nueva Democracia, el partido que gobierna Grecia.
Zoe Byrgote, una funcionaria municipal jubilada, lamenta que “la situación en la isla es muy complicada porque los refugiados están por todas partes: roban en las casas y destrozan las iglesias”. Abonada a las teorías conspirativas, asegura que alguien mueve los hilos para que Europa sea objeto de una invasión de musulmanes. Asegura que no le molesta que se construya el nuevo centro “siempre que estén encerrados allí hasta que los envíen a otros países”. Ya no espera ningún tipo de solidaridad por parte de los otros países de la UE, porque “en Europa cada país mira por sí mismo y nadie se preocupa por los refugiados”.
La precariedad en la que viven los refugiados en los desbordados campos oficiales, como el de Samos o, antes, el de Moria, en la isla de Lesbos, ha obligado a las ONG a movilizarse para atender las necesidades más básicas, una actividad que el gobierno ha tolerado, porque en el fondo resolvía problemas. Pero las autoridades griegas, al igual que las italianas con los barcos de rescate humanitario en el Mediterráneo Central como el Open Arms, cada día ponen más pegas a los cooperantes.
Ni las grandes organizaciones humanitarias ni las ONG locales saben si podrán continuar trabajando en el nuevo campo, para el que Atenas ha impuesto un complicado procedimiento de registro, sin el cual no podrán trabajar dentro de las nuevas instalaciones. En una carta abierta, 68 organizaciones han denunciado que las condiciones de los centros cerrados “pueden atentar contra la dignidad humana”. Médicos Sin Fronteras lo denuncia sin rodeos: “Los refugiados sufren marginación en Grecia, pero lo que se está preparando es mucho peor: es una segregación en toda regla”.
Traducción de Leandro Español Lyons